19 de julio de 2010

Autobiografía autodefinida


Solución capítulo anterior: FELICIDAD

Capítulo III

Seis letras: Del lat. m. Transgresión voluntaria de preceptos religiosos.

Desde que hice mi primera comunión, la visión que tenía del mundo y de la vida fue cambiando confesión a confesión hasta dar un giro copernicano. Ni por la imaginación me llegó a pasar que aquellos seres horrorosos que tanto me irritaban hacía tan solo unos pocos años se habían convertido en formas libidinosas nocivas para mi salud, no solo física sino también mental. Vivía en una ecuación imposible de despejar, primero porque no había solución racional y segundo porque no tenía la más mínima intención de dejar de interesarme por tan bella revelación.
En la escuela a diario manteníamos a raya las hormonas gracias a la separación de clases por sexo. En contadísimas ocasiones podíamos cruzar un par de palabras con el género opuesto.
Solo pequeños trozos de papel a modo de carta servían para comunicarnos con ellas y poder trazar planes para la salida o los fines de semana. Cuanta literatura prometedora acabó desaprovechada en papeleras y alcantarillas.
Pese a todo, los sábados por la tarde la sangre se desbocaba por mis arterias como los alazanes que aparecían en la cartelera del cine de mi barrio. Era de las pocas veces que podía ir acompañado de alguna chica con la innegociable aprobación de mis mayores, eso sí, solos en pareja de ningún modo, siempre flanqueados por un número de amigos más o menos considerable. Me era indiferente, se trataba de azuzar la imaginación y lo que la naturaleza reclamara. Sentarme al lado de Cecilia, la chica que más me llamaba la atención era un auténtico delito a cualquier ley física conocida pero no podía existir en el mundo nadie más feliz. Tenerla justo a mi vera, sintiendo su respiración, embriagándome con su olor, rozando su mano y la mía con inocente casualidad perjudicaba sin duda la estabilidad de mi cabeza y perdía el paralelismo de la vista a causa de las miradas de soslayo. Pero el final se acababa repitiendo una vez tras otra, ni una palabra de amor, ni una caricia aprovechada y en absoluto un beso furtivo, absolutamente nada. ¿Podía ser más estúpido? Adolescénticas tardes que acababan indefectiblemente en intranquilos sueños cuando no en profundas pesadillas nocturnas. Purgatorio o infierno, no había otro camino.
Las hormonas estallaban dentro de mi ser hasta hacer insoportable las cinematográficas tardes de sábado, por cierto, siempre en sesión doble de películas serie B.
No siendo posible controlar la imaginación y teniendo como seguro suicidio espiritual acercarme más de lo legalmente correcto, decidí varias veces ser el mejor estudiante de mi generación y me esforcé por no perder ni una sola de mis neuronas en otra cosa que no fuera alimentar el intelecto. Me ocupé en mantener lejos la tentación a base de concentrarme en clase e hincar los codos hasta bien entrada la noche en cualquier rincón libre que hubiera en casa. Gracias a ello conseguí aprobar el graduado escolar y superar no sin dificultad el bachillerato con la consecuente alegría familiar y su correspondiente y saludable caldo de gallina.
Sin embargo, el tiempo fue pasando y la naturaleza haciendo forzosamente su trabajo con lo que acabé en brazos de Afrodita con la misma frecuencia que dejé de escuchar misa los domingos.

(Este relato ha sido publicado en la revista "La Murada" Ed.'10) http://www.lamurada.com/?p=496

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